domingo, 14 de septiembre de 2014

Reflejos de Luz

Te sentí pasar a oscuras por mi corazón.
Me decías: "Busca, que a tu puerta estoy."
En mi sendero caminabas Vos, Señor,
y en mi casa me esperabas Vos, Señor,
a cenar contigo, corazón amigo.

Te sentí llegar, callado en mi soledad.
Me decías: "Oye, que te quiero hablar".
En el silencio me hablabas Vos, Señor.
Tu paciencia me esperaba, ¡Oh Señor!
a cenar contigo, corazón amigo.

Esteban Gumucio SS.CC
JUAN 3, 13-17

Nadie sube al cielo para quedarse más que el que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre: Lo mismo que en el desierto Moisés levantó en alto la serpiente, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que lo haga objeto de su adhesión tenga vida definitiva. Porque así demostró Dios su amor al mundo, llegando a dar a su Hijo único, para que todo el que le presta su adhesión tenga vida definitiva y ninguno perezca. Porque no envió Dios el Hijo al mundo para que dé sentencia contra el mundo, sino para que el mundo por él se salve.

MIRAR CON FE AL CRUCIFICADO

La fiesta que hoy celebramos los cristianos es incomprensible y hasta disparatada para quien desconoce el significado de la fe cristiana en el Crucificado. ¿Qué sentido puede tener celebrar una fiesta que se llama “Exaltación de  la Cruz ” en una sociedad que busca apasionadamente el “confort” la comodidad y el máximo bienestar?
Más de uno se preguntará cómo es posible seguir todavía hoy exaltando la cruz. ¿No ha quedado ya superada para siempre esa manera morbosa de vivir exaltando el dolor y buscando el sufrimiento? ¿Hemos de seguir alimentando un cristianismo centrado en la agonía del Calvario y las llagas del Crucificado?
Son sin duda preguntas muy razonables que necesitan una respuesta clarificadora. Cuando los cristianos miramos al Crucificado no ensalzamos el dolor, la tortura y la muerte, sino el amor, la cercanía y la solidaridad de Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el extremo.
No es el sufrimiento el que salva sino el amor de Dios que se solidariza con la historia dolorosa del ser humano. No es la sangre la que, en realidad, limpia nuestro pecado sino el amor insondable de Dios que nos acoge como hijos. La crucifixión es el acontecimiento en el que mejor se nos revela su amor.
Descubrir la grandeza de  la Cruz  no es atribuir no sé qué misterioso poder o virtud al dolor, sino confesar la fuerza salvadora del amor de Dios cuando, encarnado en Jesús, sale a reconciliar el mundo consigo.
En esos brazos extendidos que ya no pueden abrazar a los niños y en esas manos que ya no pueden acariciar a los leprosos ni bendecir a los enfermos, los cristianos “contemplamos” a Dios con sus brazos abiertos para acoger, abrazar y sostener nuestras pobres vidas, rotas por tantos sufrimientos.
En ese rostro apagado por la muerte, en esos ojos que ya no pueden mirar con ternura a las prostitutas, en esa boca que ya no puede gritar su indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, en esos labios que no pueden pronunciar su perdón a los pecadores, Dios nos está revelando como en ningún otro gesto su amor insondable a  la Humanidad.
Por eso, ser fiel al Crucificado no es buscar cruces y sufrimientos, sino vivir como él en una actitud de entrega y solidaridad aceptando si es necesario la crucifixión y los males que nos pueden llegar como consecuencia. Esta fidelidad al Crucificado no es dolorista sino esperanzada. A una vida “crucificada”, vivida con el mismo espíritu de amor con que vivió Jesús, solo le espera resurrección.
José Antonio Pagola
Lámpara es tu Palabra para mi vida, Señor;
decir tu nombre es una explosión de luz y de alegría.
El Señor es mi luz; nada temo
porque él alumbra todas mis oscuridades.
El Señor se acerca siempre
para iluminar nuestros pasos cansados.
En el sendero de la vida, Jesús, es la luz de las gentes,
el camino luminoso, la verdad que se hace luz y esperanza.

¿A quién iremos, Señor?
¿A quién acudir cuando llega la noche?
Sólo tú eres la luz y la salvación de los hombres,
el Redentor de cada ser humano,
preocupado por todos los dramas de los hombres.

El Señor es la luz de nuestras vidas,
el amanecer deslumbrante.
El Señor es mi luz y mi salvación,
la cabaña donde me refugio de la tormenta.

Como el pájaro encontró su nido
en los atrios del templo,
así es de bueno el Señor,
pues nos deja anidar en su corazón
y hacer morada en él
pues vive en nosotros como luz y vida.

Cuando me asalta algún peligro no temo,
porque su luz guía mis pasos;
él es la brújula de mi vida,
la luz que inunda de paz todo mi ser.

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